Estos dos episodios evidencian una de las transformaciones sociales que la popularización y comercialización de internet ha traído consigo. Una de las muchas caras ocultas de internet es que no tenemos el control de la ingente cantidad de datos que generamos diariamente. Infravaloramos lo que eso supone cada vez que firmamos descuidadamente términos y condiciones de webs o aplicaciones móviles de inocente aspecto. Concedemos así el permiso para recolectar datos y el derecho de explotarlos, como si de una materia prima se tratase. Sin embargo, la mayoría de gente se siente incómoda al echar un vistazo a la información de su cuenta de Facebook o de Google.
Sabemos qué nos permite internet: buscamos la cafetería donde vamos a desayunar; mensajeamos a nuestro amigo: «llego tarde», «al bus le quedan exactamente siete minutos»; echamos la declaración de la Renta; nos formamos y satisfacemos curiosidades mediante vídeos; nos mandamos chistes y comentamos en las fotos del viaje de nuestros familiares lejanos, entre otras muchas cosas. Pero tras diez años de teléfonos táctiles, quizá sea hora de ir dejando la infancia digital atrás. Planteémonos para qué no nos sirve: cómo afecta nuestra ferviente vida virtual a nuestras relaciones personales y la valoración que hacemos de las cosas, a nuestra visión de nosotros mismos, nuestras propias ideas o nuestras expectativas vitales y emocionales. ¿Cómo afecta a las posibilidades que tenemos de ganarnos la vida, a nuestro trabajo, a nuestras organizaciones sociales, a nuestra política? ¿De qué manera nos ha cambiado la masificación de internet?
Debe existir un balance justo entre lo que recibimos y entregamos a cambio de usar una tecnología. Necesitamos una reflexión seria en cuanto a si los actuales intercambios lo son y cuáles deberían ser los límites y líneas rojas. Necesitamos educar a las generaciones siguientes en la parte mala de lo digital.
Necesitamos alfabetización digital.
~Roboe